(por Miguel Gutiérrez Villarrubia)
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Pues vaya. Era una impresora 3D. Podía haber comprado en el centro comercial una Alaris 30 de saldo, aunque le saliese más cara. Desinteresado, chateó insulsamente en varias salas del ciberespacio. Algunos users le sacaban de quicio, pero no más que aquellos bots que sólo spameaban. ¿No podían hacer un test de Turing como Gibson manda? Mira ese, haciendo publicidad. “Bowler GNU, te regalamos el mundo.”
Un momento, pensó. La memoria relampagueó en su consciencia con la cara y los ojos de Holleritz mientras su boca decía una frase. Chateó con ese contacto. Tengo los planos. Dijo. Muy bien. Nosotros tenemos las impresoras Darwin, Mendel y Watson, pero están obsoletas. Ahora tienes la Gilbert. ¿No has visto los enlaces? Te daré una pista: fabricación digital. Tras eso, se desconectó.
Miró todos los archivos enlazados que encontró, uno por uno. El proyecto Reprap, el Fab@home, la autorreplicación de las máquinas, determinados P2P… El mundo en sus manos. Pero no en las de él, en las de todos. Ahora podían diseñar cualquier cosa, desde un secador de pelo a un portaaviones. Maldito Holleritz. Lo que tenías en tus manos era tan grande que no podías agarrarlo para ti solo. Esbozó una sonrisa.
El GoodLuck bar no era tan famoso como el Gentleman Loser. Pero el ambiente japonés y el sushi eran de primera clase. Se acercó a un solitario chicano naufragado en la aséptica barra. Le sonrió y se quedó unos segundos a su lado, tras lo cual se dirigió al espejo que tenían enfrente.
Te regalo el mundo. Úsalo.
Desapareció tras la puerta, entre los transeúntes. La memoria se quedó allí, entre los círculos de agua que forman los vasos olvidados. El chicano posó sus ojos en ella, indeciso.